13/7/12

UNA REFLEXIÓ QUE PAGA LA PENA

Tal y como yo la veo, la diferencia entre altruismo y generosidad estriba en que el altruismo comporta un cierto sacrificio del interés propio en beneficio del interés ajeno, mientras que la generosidad no tiene por qué implicar dicho sacrificio. La misma lógica aplico a los términos egoísmo y amor propio. La diferencia entre ambos conceptos consistiría en que las acciones egoístas son aquellas que afectan negativamente al otro, mientras que las que se realizan por amor propio no tienen por qué perjudicar a nadie.
Pongo un ejemplo: si como un trozo de un delicioso pastel y cuando estoy ya saciado le doy a mi compañero de mesa la mitad de lo que me queda, soy generoso, pero no altruista. Solamente si deseo comérmelo todo y a pesar de ello entrego la mitad, soy altruista. Por otro lado, si al comerme el pastel impido que el otro se pueda pedir uno para él (pues era el único que quedaba), soy egoísta. Pero si con ello no impido nada, simplemente actúo por amor propio.
Se dice que el altruismo es bueno (aunque le ocasione perjuicio a uno mismo) y que el egoísmo es malo (pues inflige daño ajeno). Se dice también, por lo que toca al otro par de conceptos, que la generosidad y el amor propio no tienen nada de malo, puesto que no generan perjuicio alguno.
Hasta aquí, todo normal; este conjunto de definiciones simétricas nos sirve para distinguir unas acciones de otras, para valorarlas y clasificarlas. Parece correcto proceder así. Sin embargo, hay un pequeño problema escondido entre estos conceptos. Concretamente, en uno de ellos: el altruismo.
El altruismo es confundente porque hace pensar que puede funcionar en ausencia de motivación o fin. Esto es justo lo que pensaba Kant: que el altruismo es una obligación moral absoluta e incondicionada (un imperativo categórico, según su denominación). Al implicar un sacrificio por parte de quien lo practica, da la sensación de que quien actúa de modo altruista no obtiene nada a cambio. Y por eso, porque a menudo el altruista no sale bien parado en ningún sentido, el verdadero altruista es un tipo humano revestido de una sustancia heroica, de un aura de santidad que lo convierte en admirable, incluso en venerable, dado su carácter excepcional. Es alguien que, de algún modo, se sacrifica como hizo Jesús en la cruz.
El problema está en que los sacrificios altruistas no son, como pensaba Kant, absolutos o incondicionados. Más bien lo que ocurre es que el altruista sacrifica un interés privado por otro. Simplemente, su acción cambia de motivo o interés. El interés propio es sacrificado en aras de una recompensa mayor. Quizá sea el deseo de ser visto y admirado como persona virtuosa, quizá sea un deseo de perfeccionamiento moral… siempre hay una recompensa esperada. Kant lo sabía, aunque no lo quería admitir; no obstante, aceptó que dicha recompensa pudiera darse en otro mundo. Por eso dejó escrito que los seres humanos postulan la esperanza en un más allá donde los virtuosos (que a menudo no han sido felices) serán finalmente recompensados por Dios, y a esa unión postrera entre virtud y felicidad la llamó el Bien Supremo.
Pero es en este mundo donde radica el interés de todas las acciones. Incluso las más llamativamente heroicas acciones del altruismo se realizan por algún motivo, aunque sea un vago e inconsciente deseo de ser considerado mejor persona. Ahora bien, en este tema la verdadera pregunta no es si hay o no hay algún interés individual motivando subrepticiamente la acción altruista, sino si es que acaso está mal que lo haya.

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